La Biblioteca de Alejandría
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    La tierra sirve de puente entre los mares. Marsella fue cruce de caminos y culturas, Mediterráneo y Mar del Norte. Pero el mar también une las tierras, y el nuestro fue el gran espacio en que se cruzaban las palabras y los destinos de los pueblos y las grandes ciudades. ¿Qué relatos de los mares fríos guarda la biblioteca más famosa del mundo?

    Alejandría está anclada en las proximidades del cabo Abukr, entre dos lenguas de agua profunda y salada. Las cualidades del lugar -puerto excelente, clima agradable, agua dulce en abundancia, acceso fácil al Nilo y grandes canteras de piedra caliza- determinaron que el gran Alejandro fundara allí la capital de su reino egipcio. Con ser Alejandro gran aficionado al saber y a los libros, de manera que no podía estar al parecer sin un libro entre las manos, no fue él quien habría de fundar la biblioteca, sino su sucesor, Ptolomeo I. Durante largo tiempo Alejandría fue la reina de la sabiduría, y la memoria de aquel intento de recoger el conocimiento universal que aún perdura.

     

    Siete fueron las maravillas de la Antigüedad, obras colosales y dignas de admiración por ser fruto del ingenio humano, pero el paso de los años, como a las personas, las hizo envejecer. Lo hicieron lentamente, sin que el hombre se percatara de ello. Los siglos, inevitables testigos, contemplaron la destrucción de casi todas ellas. Sólo la Pirámide de Giza sigue en pie, desafiante incluso ante el transcurso de los milenios. Además de La Gran Pirámide de Giza, completan el conjunto: los jardines colgantes de Babilonia, el templo de Artemisa, la estatua de Zeus en Olimpia, el sepulcro de Mausolo, el Coloso de Rodas y el Faro de Alejandría. De este último hablaremos a continuación.

    Era una torre de más de 120 metros que fue construida por orden de Ptolomeo II. Estaba situado en la isla de Pharos, a la entrada de la bahía donde se situaba la ciudad, con el propósito de servir de guía a los navegantes durante la noche. Para ello se encendía una gran hoguera en la parte más alta que se iba alimentando hasta el amanecer. Sin embargo, en cierto sentido, esta grandiosa construcción con su imponente llama, no era la más importante de la ciudad, pues la luz más deslumbrante era la que emanaba de su biblioteca. Los fundadores de la biblioteca fueron los miembros de una comunidad promovida por Ptolomeo I y su hijo, semejante a la escuela peripatética de Aristóteles en Atenas. La sede de esta comunidad dedicada a la enseñanza y la investigación se situó en el templo dedicado a las musas y por tal motivo recibió el nombre de Museion. Los eruditos del Museion se dedicaban al estudio del Cosmos, es decir, las leyes que rigen el universo. Con el paso de los años la biblioteca creció en importancia y muchos estudiosos viajaban hasta allí para poder leer sus textos. Los conocimientos encerrados en sus libros y la sabiduría de los filósofos e intelectuales que trabajaban entre sus paredes fueron una referencia imprescindible durante muchos siglos. Para conseguir tan magnífica colección, se dedicaron grandes sumas de dinero a la adquisición de libros de Grecia, Persia, India, Palestina, África… Por otro lado, los grandes barcos que llegaban a la ciudad eran inspeccionados en busca de textos. Si se encontraba alguno de interés, era enviado a la biblioteca y una vez copiado (a mano) se devolvía. No olvidemos que el papel no existía y se escribía sobre papiro o pergamino y que la imprenta no se inventaría hasta muchos siglos después. Los libros eran entonces escasos y muy preciados. A pesar de todas estas dificultades se suele aceptar que el número de volúmenes alcanzó los setecientos mil.

    En cuanto a la estructura de la biblioteca debemos decir que no sólo contaba con las salas dedicadas a los libros, sino también con un pequeño zoológico, jardines, sala de reuniones y laboratorio. La biblioteca en sí constaba de diez salas, cada una de ellas dedicada a una disciplina diferente y un director era el encargado de organizar el trabajo. Sabemos que entre las paredes de la biblioteca estudiaron importantes personajes como Eratóstenes de Cirene, que demostró que la Tierra es esférica y calculó el valor de su radio; Hiparco de Nicea, que desarrolló la trigonometría e hizo el primer catálogo de estrellas; Euclides, que escribió un tratado de geometría perfectamente estructurado; Herófilo de Calcedonia, el fisiólogo que estableció que la inteligencia no está en el corazón sino en el cerebro; Dionisio de Tracia, que estudió la estructura del lenguaje; Herón de Alejandría, inventor de cajas de engranajes y primitivas máquinas de vapor; y Claudio Ptolomeo, el gran astrónomo y geógrafo.

    Al igual que el faro y las otras maravillas, la biblioteca también desapareció. Episodios de guerra y de barbarie produjeron los incendios que, paradójicamente, apagaron su llama. Hoy en día lo único que queda es un sótano húmedo de un anexo de la biblioteca conocido como Serapeion. De los libros, sólo una pequeña fracción y algunos fragmentos se salvaron. Muchos libros se perdieron para siempre. Como las obras del dramaturgo Sófocles, o la “Historia del mundo” de Berosos que abarcaba desde la Creación hasta el Diluvio o aquel papiro en el que Aristarco de Samos explicaba que la Tierra giraba alrededor del Sol y que las estrellas son soles que están a una enorme distancia. La pérdida de este libro nos tuvo sumidos en la oscuridad hasta la época de Copérnico, lo que representa un periodo de casi 2.000 años sin conocer la verdad y la privación de saber como Aristarco obtuvo estas conclusiones. Si lo pensamos mejor, nos daremos cuenta de que éste era sólo un libro entre los cientos de miles que se perdieron. Multiplica el sentimiento que produce la pérdida de este libro por cien mil y podrás comenzar a apreciar, en toda su extensión, la grandeza de los logros de la civilización clásica y la tragedia de su destrucción.

    Sin embargo, la historia de la biblioteca tiene un sorprendente epílogo que casi podríamos calificar de milagroso. El protagonista, cómo no, es un libro; uno de los libros destruidos en la Gran Biblioteca. Fue escrito por Arquímedes en el siglo III a.C. Dada la importancia del autor, se presume que se hicieron copias en varias de las bibliotecas de la Antigüedad. A principios del siglo XX se supo que una copia de este libro se había salvado y se encontraba en la Iglesia del Santo Sepulcro de Constantinopla. En realidad, se trataba de un palimpsesto, es decir, un pergamino que había sido lavado para ser reescrito con otro texto diferente. Era una técnica frecuente en la Edad Media ya que el papel era muy escaso. Se sabe que desde el siglo X en que se hizo la primera copia, el documento fue comprado varias veces, trasladado de sitio, robado, hasta que en 1998 fue subastado en Londres. El documento se encontraba en estado ruinoso víctima de cera, pegamento, fuego e incluso de hongos. Con el objeto de recuperar el texto original, varias universidades se pusieron a trabajar sobre él y mediante el uso de técnicas modernas de microscopía y fluorescencia se consiguió recuperar un ochenta por ciento del texto. Más recientemente (en 2003), se utilizó un acelerador de partículas para producir rayos X sincrotónicos, más enfocados que los convencionales, con los que se espera recuperar la totalidad del texto. “El método” de Arquímedes ha vuelto a la vida casi mil años después de su desaparición. Es un mensaje que viene del pasado, surcando océanos de tiempo para alcanzarnos. Una gesta que nos permite comprender mejor y admirar el ingenio del ilustre siracusano. Un logro que llena el corazón de esperanza y que nos ha hecho recuperar un poco de aquel fulgurante y magnífico brillo de la insigne Alejandría.