La isla del día antes.
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    Las aguas hacen a los hombres y alimentan su valor o su arrogancia.

    El corazón de las islas es como el corazón del mar, late con el oleaje y el pecho de todos los muchachos lo cobija. Tripulaciones enteras de marineros y piratas, frecuentadores de sirenas con los hombros cargados de pájaros exóticos y de sueños.

    El viaje entretenido

    Entrados en el océano Pacífico habían tocado una ínsula donde los leones eran negros, las gallinas vestidas de lana, los árboles no florecían sino de noche, los peces eran alados, los pájaros escamados, las piedras estaban a nado y las maderas se hundían, las mariposas resplandecían de noche, las aguas embriagaban como vino.

    En una segunda ínsula vieron un palacio fabricado de madera empapada, teñido de colores desagradables para el ojo. Entraron, y se encontraron en una sala tapizada con plumas de cuervo. En todas las paredes se abrían hornacinas en las que, en vez de bustos de piedra, se veían hominicacos, con el rostro enjuto, que por accidente de naturaleza habían nacido sin piernas.

    En un trono asquerosísimo estaba el Rey, que con un gesto de la mano había suscitado un concierto de martillos, taladros que crujían sobre losas de piedra, y cuchillos que chirriaban en platos de porcelana, a cuyo sonido habían aparecido seis hombres todos huesos y pellejo, abominables por la mirada patituerta.

    Delante de aquéllos habían aparecido unas mujeres, tan gordas que más no se podía: habiendo hecho una reverencia a sus compañeros, dieron principio a un baile que hacía destacarse deformidades y tullimientos. Entonces hicieron irrupción seis bravucones que parecían nacidos de un mismo vientre, con narices y bocas tan grandes, y hombros tan gibosos, que más que criaturas parecían mentiras de la naturaleza.

    Después de la danza, no habiendo oído todavía palabras y considerando que en aquella isla se hablaría una lengua diferente de la suya, nuestros viajeros intentaron hacer preguntas con gestos, que son una lengua universal con la que se puede comunicar también con los Salvajes. Pero el hombre respondió en una lengua que se parecía más bien a la perdida Lengua de los Pájaros, hecha de gorjeos y trinos, y ellos la comprendieron como si hubiera hablado en su lengua. Entendieron así que, mientras en cualquier otro lugar era apreciada la belleza, en aquel palacio apreciábase solamente la extravagancia. Y que tanto debían esperarse si seguían aquel viaje suyo por tierras donde está abajo lo que en otros lugares está arriba. Reanudado el viaje, habían tocado una tercera ínsula que parecía desierta, y Ferrante habíase adentrado, solo con Lilia, hacia el interior. Mientras iban, oyeron una voz que les aconsejaba que huyeran: aquélla era la ínsula de los Hombres Invisibles. En aquel mismo instante había muchos a su alrededor, que se enseñaban con el dedo a aquellos dos visitantes que sin ninguna vergüenza ofrecíanse a sus miradas. Para aquel pueblo, en efecto, si uno era mirado se convertía en presa de la mirada de otro, y se perdía el propio natural, transformándose en lo inverso de sí mismo.

    En una cuarta ínsula, encontraron un hombre con los ojos hundidos, la voz sutil, la cara que era una sola arruga, pero con colores frescos. La barba y los cabellos eran finos como algodón, el cuerpo tan entumecido que si precisaba darse la vuelta tenía que girar sobre sí mismo completamente. Y dijo que tenía trescientos y cuarenta años, y en aquel tiempo había renovado tres veces su juventud, habiendo bebido el agua de la Fuente Bórica, que se halla precisamente en aquella tierra y alarga la vida, aunque no más de sus trescientos y cuarenta años; por lo cual, de allí a poco, habría muerto. Y el viejo invitó a los viajeros a que no buscaran la fuente: vivir tres veces, convirtiéndose primero en el doble y luego en el triple de sí mismo, era causa de grandes congojas, y al final uno no sabía ya quién era. No sólo: vivir los mismos dolores tres veces era una pena, pero mayor pena era volver a vivir las mismas alegrías. La alegría de la vida nace del sentimiento de que tanto delicia como congoja son de breve duración, y míseros de nosotros si llegamos a saber que gozamos de una eterna beatitud.

    Mas el Mundo Antípoda era bello por su variedad y, navegando aún por mil millas, encontraron una quinta ínsula, que era toda un pulular de estanques; y cada habitante pasaba la vida de hinojos contemplándose, considerando que quien no es visto es como si no fuera, y que si hubieran apartado la mirada, cesando de verse en el agua, habrían muerto.

    Llegáronse luego a una sexta ínsula, aún más al oeste, donde todos hablaban incesantemente entre ellos, el uno contándole al otro lo que él quería que fuere e hiciere, y viceversa. Aquellos isleños, pues, podían vivir sólo si eran narrados; y cuando un transgresor contaba de los demás historias desagradables, obligándoles a vivirlas, los otros no contaban ya nada de él, y así moría.

    Mas su problema era inventar para cada uno una historia diferente: en efecto, si todos hubieran tenido la misma historia, ya no habría sido posible distinguirlos entre ellos, porque cada uno de nosotros es lo que sus trabajos han creado. He ahí por qué habían construido una gran rueda, que llamaban Cynosura Lucensis, erguida en la plaza del pueblo. Estaba formada por seis círculos concéntricos que giraban cada uno por su cuenta. El primero estaba dividido en veinte y cuatro escaques o casas cuadradas, el segundo en treinta y seis, el tercero en cuarenta y ocho, el cuarto en sesenta, el quinto en setenta y dos, y el sexto en ochenta y cuatro. En los diferentes escaques, según un criterio que Lilia y Ferrante no habían podido entender en tan poco tiempo, estaban escritas acciones (como ir, venir o morir), pasiones (odiar, amar o tener frío), y luego modos, como bien y mal, tristemente o con alegría, y lugares y tiempos, como por ejemplo, en su casa o el mes siguiente.

    Haciendo girar las ruedas se obtenían historias como «fue ayer a su casa y se encontró con su enemigo que padecía, y le prestó ayuda» o «vio un animal con siete cabezas y lo mató». Los habitantes sostenían que con aquella máquina podían escribirse o pensarse setecientos y veinte y dos millones de millones de historias diferentes, y había para dar sentido a la vida de cada uno de ellos en los siglos por venir.

    La isla del día antes. Umberto Eco.